Slavoj Zizek
Las temáticas de investigación que trabajo se centran particularmente en feminicidios de alta connotación pública, hechos dolorosos que corresponden a la expresión de pedagogías de crueldad extremas, en tanto actos cruentos que arrebataron las pulsaciones de la vida de mujeres y que cosificaron sus cuerpos (Segato, 2018). En particular, estudio los feminicidios que se desarrollaron en localidades fronterizas de la región, en particular México y Chile. Con el estudio de la muerte y sus representaciones, en tanto espacios políticos y sociales, se puede acceder al imaginario social americano disponible en torno a estos hechos y a estas mujeres, mostrando la configuración del poder patriarcal, colonial y moderno en la región.
A lo largo de este ensayo he decidido hablar en primera persona para dar cuenta de mi posición como investigadora dentro de las epistemologías feministas. En esta sintonía, transparento la manera en que establezco mis preguntas investigativas. Como mujer investigadora alerta de mis configuraciones y al modo en que participo en las relaciones de género, la búsqueda por las memorias de estas mujeres me convoca a hablar desde dos lugares de enunciación. El primero, es el contexto en el que crecí. El caso de las mujeres de Alto Hospicio, en particular, remueve mis experiencias, recuerdos, miedos, anhelos y esperanzas. En segundo lugar, todo esto condiciona fuertemente la forma en que me aproximo a la investigación. “Si algo nos ha enseñado la historia de las rebeldías, de sus conquistas y fracasos, es que la potencia del pensamiento siempre tiene cuerpo. Y que ese cuerpo ensambla experiencias, expectativas, recursos, trayectorias y memorias” (Gago, 2019, p.14).
En este ensayo quiero mostrar cómo las acciones de performance pueden ser usadas para revitalizar las memorias de la violencia de género invisibilizadas por efectos del poder patriarcal-colonial-moderno, y con ello producir conocimiento decolonizador. Este planteamiento se sostiene con base en cinco puntos. Primero, señalar que el cuerpo ha sido silenciado y negado como lugar de conocimiento; segundo, reconocer que el cuerpo produce conocimiento; tercero, ver el cuerpo de la mujer como lugar donde ocurre la violencia; cuarto, encontrar en la performance una práctica que permite generar conocimiento experimentando en el mundo; y quinto, que la performance permite revitalizar las memorias de la violencia de género. Para este desarrollo recurro a una revisión teórica de diferentes autorías que estudian el tema de la violencia de género desde una perspectiva decolonizadora. Esta revisión me permite identificar diferentes argumentos que ayudan sostener el planteamiento anterior.
Dualidad cartesiana / El cuerpo sobra
Históricamente en Occidente ha prevalecido un dualismo entre mente y cuerpo donde el cuerpo ha sido un excedente epistémico al que no se le prestaba atención. Inicialmente, Platón distinguía y jerarquizaba la mente sobre el cuerpo. Luego, Descartes cristalizó los dualismos razón/cuerpo, pensar/percibir, teoría/ práctica, abstracto/concreto en la filosofía moderna, de ahí que el cuerpo fuese considerado un “simple objeto” que se posee y que podía ser disociado del verdadero “ser” (Brouguet, Mennelli y Rodríguez, 2014; Contreras, 2013). Este conocimiento tiene como fundamento la idea de la universalidad, la neutralidad, el no lugar y la superioridad del logocentrismo. Estas características pretenden otorgar exclusividad a la racionalidad moderna en la capacidad de ordenar el mundo. De esta forma, se substituye la experiencia corporal situada, localizada espacialmente, y el contexto histórico (Walsh, 2007).
Otro de sus aspectos es que divide al sujeto y el objeto de conocimiento. Este tipo de conocimiento se basa en una presuposición de objetividad que examina el mundo desde los conceptos, generando una distancia que pretende conocer sin involucrarse con ello (Walsh, 2003). Conocer implica apartar toda subjetividad del mundo, por lo que se espera que quien investiga sea un sujeto neutral. “Cuantas menos intencionalidades se le atribuyen al objeto, más se lo conoce” (Viveiros de Castro, 2013, p.24).
Este tipo de posicionamiento epistemológico invisibiliza los sentidos y saberes que emanan desde las corporalidades y además se prohíbe evidenciar un punto de vista (Haraway, 1995). Dada estas características, el conocimiento moderno occidental tiene una relación problemática con el cuerpo, propiciando una conceptualización de este como un “objeto” disociado. El cuerpo es relegado a un lugar desvalorizado ontológicamente, vacío y que obstaculiza el desarrollo del conocimiento (Mennelli y Rodríguez, 2018).
Igualmente, el canon científico hegemónico continuamente ordena el campo del saber geopolíticamente a través de una inescrupulosa división mundial del trabajo intelectual. Mediante la escritura supeditada a los lugares canónicos de producción de conocimiento se destina quienes producen las categorías teóricas y quienes están destinados a consumir dichas categorías. El eurocentrismo y el racismo resultan palabras análogas. El racismo somete al cuerpo de la misma forma que el eurocentrismo, en tanto racismo de los saberes y producciones, somete y ocluye lo que ciertos cuerpos producen (Segato, 2018).
Estos puntos permiten concluir que el cuerpo ha sido silenciado y negado como lugar de conocimiento. El pensamiento occidental moderno, sostenido en premisas como las de Platón y Descartes, hacen una escisión entre mente y cuerpo, con predominio del primero como lugar de conocimiento. Además, este conocimiento ha sido hegemónicamente fijado de manera excluyente en la palabra escrita. Derivado de esto, la academia ha negado el lugar del cuerpo como fuente de conocimiento ya que ha favorecido históricamente a la palabra como garantía de una idea de universalidad.
La disputa de la estandarización del conocimiento científico
La institucionalidad científica se instala dentro de lógicas de mercado que avanzan progresivamente, estandarizando el conocimiento mediante una racionalidad financiera cada vez con más fuerza en la academia y en las universidades (Walsh, 2007). Esta situación reproduce el canon de investigación global y coopta la singularidad emergente, así como todas aquellas iniciativas que se resisten a encajar en el canon global. En consecuencia, la producción de conocimiento queda inmovilizado principalmente al uso de la escritura mediante la estandarización, la homogeneización y la mercantilización de las revistas indexadas, a las exigencias de los fondos concursables y las políticas de investigación anudadas al progreso tecnológico o las lógicas innovadoras que exigen las perspectivas neoliberales (Contreras, 2013; Santos, 2012).
Sin duda, es un prototipo de dinámica totalizante y es problemática, dado que empuja un modelo altamente segregado y cada vez más especializado que reduce el campo de participación de múltiples actores. Además, ocluye la diversidad, la riqueza contenida en experiencias para comprender aquello que queda fuera de la mirada del canon global. Excluye a los procesos investigativos que no se pueden reducir a los términos que refuerza la centralidad de un modelo en particular. De este modo, no sólo se dejan fuera aquellas preguntas o investigaciones que surgen, por ejemplo, de procesos basados en aproximaciones prácticas, vinculadas a elementos territoriales o problemáticas que revisten múltiples complejidades que podrían explorarse desde epistemologías no hegemónicas. Sino que, también, obstaculiza la emergencia de conocimientos renovadores para el campo de la academia, las artes y las humanidades (Contreras, 2018; Walsh, 2003).
Las vías académicas para apoyar procesos a través de la expansión del conocimiento crítico y vinculado a movimientos sociales están limitadas. De esta manera, los pasillos por donde circula el saber se cimientan sobre barreras estructurales que perpetúan, desde la institucionalidad académica, la exclusión de voces disidentes. De ese modo, bajo el canon del conocimiento hegemónico, sólo un grupo determinado de sujetos pueden entrar en el circuito de adquisición, desarrollo, producción y circulación de conocimientos.
El cuerpo de la mujer como lugar donde se aprendió la dominación patriarcal, colonial y capitalista.
En el cuerpo se materializan distintas formas de opresión. El cuerpo femenino es sujetado por la dominación mediante la imposición de asimetrías que se expresan en una serie de barreras que se suscitan en diversos aspectos de la vida cotidiana. Experimentamos estas barreras tanto en el espacio íntimo como en el público, situación que produce desigualdad entre los cuerpos y brechas que finalmente devienen en múltiples formas de violencia y crueldad, siendo la violencia feminicida la expresión máxima de este entramado estructural. Si bien esta violencia es transversal al cuerpo femenino, esto se agudiza con mayores brutalidades en los cuerpos de las mujeres empobrecidas y racializadas.
Para Segato (2016) la humanidad aprende la dominación en el cuerpo de las mujeres desde tiempos arcaicos. Este aprendizaje es de dispersión planetaria y se aprecia en las mitologías originarias, incluidas el Génesis bíblico. En su mayoría, estas narrativas enuncian el cuerpo femenino vencido, castigado o conyugalizado. Son narrativas que para la autora evidencian las cruentas ataduras que limitan los cuerpos sexuados y generizados en las posiciones femeninas y que constituyen un “molde primordial de todas las otras formas de dominación” (Segato, 2016, p.93).
Este disciplinamiento patriarcal sobre los cuerpos femeninos tiene un carácter situado, presenta matices y no se materializa inicialmente con la misma intensidad en todos los continentes. Sin embargo, este “telón de fondo” patriarcal en contacto con los procesos históricos en la región opera como un espiral de violencia que experimenta un aumento exponencial en los niveles de crueldad. Segato (2016) explícita que la intersección entre colonialidad y patriarcado es clave para comprender el nuevo orden impuesto en América. La autora pondrá el acento en la influencia del proceso colonizador, primero metropolitano y después republicano, y en cómo la estructura patriarcal occidental, en contacto con un patriarcado de baja intensidad originario, “exacerbó y tornó perversas y mucho más autoritarias las jerarquías que ya contenían en su interior, que son básicamente las de casta, de estatus y de género, como una de las variedades del estatus” (Segato, 2010, p.10).
Lo anterior sirve para explicar una serie de otros fenómenos de dominación en la región. En los cuerpos racializados o feminizados opera la misma estructura de dominación y de desigualdad. Una estructura que es funcional a “la extracción de valor no reconocido, no remunerado -una plusvalía racial y patriarcal” (Segato, 2018, p.59). Para ello, toma de Quijano (2020) la idea de raza como una construcción cultural en tanto biologización de la desigualdad entre cuerpos. El cuerpo femenino, al interior de esta dinámica patriarcal, es ubicado en una esfera doméstica que queda despolitizada al fijarse al espacio público masculino como lugar predilecto para la política. El crimen de género en este contexto es un crimen menor.
En esta situación, el impacto del capitalismo recrudece la violencia patriarcal y colonial, que se expresa mediante “pedagogías de la crueldad”. Segato (2018) acuña este concepto para referirse a aquellos actos o procesos que convierten la vida en cosa. “Todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. […] Enseña algo que va mucho más allá del matar, enseña a matar de una muerte desritualizada” (p.11). En este sentido, los casos de feminicidio en Campo Algodonero y Alto Hospicio, la explotación sin límites en la trata de personas, así como la explotación sexual, son expresiones de estas pedagogías. Además, se reproduce mediante la espectacularización del poder de muerte de este nuevo orden de “dueñidad” que depreda la vida en toda escala. Como dice la autora:
Cuando hablo de una pedagogía de la crueldad me refiero a algo muy preciso, como es la captura de algo que fluía errante e imprevisible, como es la vida, para instalar allí la inercia y la esterilidad de la cosa, mensurable, vendible, comprable y obsolescente, como conviene al consumo en esta fase apocalíptica del capital. El ataque sexual y la explotación sexual de las mujeres son hoy actos de rapiña y consumición del cuerpo que constituyen el lenguaje más preciso con que la cosificación de la vida se expresa. Sus deyectos no van a cementerios, van a basurales. (Segato, 2018, p.11)
Esta revisión permite fundamentar el postulado de reconocer el cuerpo de la mujer como lugar donde ocurre la violencia. El cuerpo de las mujeres ha sido una de las víctimas de la violencia colonial; ha sido despojado de la razón y recluido al ámbito despolitizado de la vida social. Esta desigualdad se profundiza al interactuar la violencia colonial con un sistema capitalista, predominando la espectacularización de la violencia en el que los cuerpos de las mujeres operan como “pedagogías de la crueldad”.
El cuerpo en la producción de conocimiento desde América Latina/ Práctica artística como investigación y performance
En las últimas décadas disciplinas como la antropología, la sociología y la psicología han reposicionado el valor ontológico del cuerpo y sus saberes en tanto prácticas encarnadas y han prestado mayor atención hacia las acciones prácticas. Además, desde los feminismos, y la potencia colectiva que de ellos se desprende, el cuerpo se ha puesto permanentemente en el centro “gracias a los modos en que es reinventado por las luchas de mujeres, por las luchas feministas y por las luchas de las disidencias sexuales” (Gago, 2019, p.14).
En este sentido, los estudios de performance han contribuido sustancialmente a revitalizar el cuerpo y sus saberes, ya no como resto, sino como protagonista. A partir de la segunda mitad del siglo XX, se perfila el giro performativo como un movimiento que se caracteriza por efectuar un cambio en el modo de observar y pensar la cotidianidad de la vida y los acontecimientos que en ella se originan (Frías, 2020; Taylor, 2015). De esta manera, se pone el acento en la observación y participación en el mundo no como una textualidad organizada en base a un relato, sino que centra su atención en la experiencia y en los sucesos; acciones en las que confluyen distintos elementos de la cultura, de los contextos y de las interacciones sociales entre personas. (Frías, 2020, p.33)
Por otro lado, el giro performativo y el foco en el cuerpo se enlaza con las propuestas de autores como Schatzki, Knorr y Von Savigny (2001) que han postulado una suerte de “giro de las prácticas”. Este es definido como “una nueva ontología de lo social entendido como red de prácticas encarnadas que se configuran entre sujetos, artefactos y objetos” (Contreras, 2013, p.73) En consecuencia, “el estudio de las prácticas ha permitido indagar ese intersticio que permanecía como un ‘resto’ entre las mentes individuales y los sistemas sociales, generando una nueva mirada sobre cómo se construye el conocimiento y se organiza la vida social”. (Contreras, 2013, p.73)
Para Diana Taylor (2011), el término performance se posiciona inicialmente como una modalidad específica de arte en vivo o arte en acción repentina que podía surgir en cualquier sitio y en cualquier momento. Otorgaba plena libertad a los y las artistas para romper con las ataduras institucionales y económicas que excluían a ciertos cuerpos “sin acceso a teatros, galerías y espacios oficiales o comerciales de arte” (Taylor, 2011, p.8). Esta manera transgresora de posicionar una acción corporal se constituye en una herramienta potente con plena vigencia actualmente.
Por ello se entiende a la performance como una práctica decolonizadora. Para Curiel (2009), este tipo de práctica implica una posición política que forma parte del pensamiento y la agencia individual y colectiva. En ese sentido, abarca nuestros imaginarios, cuerpos, sexualidades, forma de actuar y de ser en el mundo. La consecuencia de lo anterior es que las prácticas decolonizadoras “crea[n] una especie de cimarronaje intelectual de prácticas sociales y de pensamiento propio de acuerdo a experiencias concretas” (p.3). Por ello, comprender a la performance como práctica decolonizadora significa considerarla una forma de generación de conocimiento vinculada a la experiencia. Además, la performance pone en jaque la localización de la producción de conocimiento “únicamente en la academia, entre académicos y dentro del cientificismo, los cánones y los paradigmas establecidos” (Walsh, 2003, p.104).
Se requiere de múltiples iniciativas colectivas para afrontar y dislocar la condición colonial que se agudiza en el presente a partir de la generación de conocimiento y su distribución. La performance reúne condiciones fundamentales para tales efectos, dado que fomenta el pensamiento colectivo que trasciende lo individual para dar paso a lo múltiple, rompiendo con la escisión moderna (Pizarro, 2004). El carácter versátil de esta herramienta práctica para transmitir conocimientos tiene, en sí mismo, un carácter interdisciplinario. Es indisciplinada por efecto y puede perfectamente a cruzar las fronteras entre disciplinas al interior de la academia, así como trascenderla para poner a circular el conocimiento en diversas direcciones, lo que favorece la democratización del conocimiento (Meyer, 2007; Walsh, 2003).
Esta potencia epistémica de la performance ha sido concretada en la práctica artística como investigación.
Lo que define una práctica como investigación es que las preguntas o motivaciones iniciales solo puedan ser contestadas mediante la práctica. Esto implica que, si bien los aspectos conceptuales y la reflexión crítica están presentes, lo crucial sigue siendo la práctica. (Contreras, 2013, p.76)
La práctica como investigación, enlazada con la creación artística, produce conocimiento desde el cuerpo como sustento académico, ético y político.
Este examen permite señalar la potencia epistémica y política de la performance. Si el cuerpo había sido sistemáticamente descalificado por tradición occidental moderna, durante la segunda mitad del siglo XX algunas disciplinas como la antropología y los estudios performáticos comenzaron a posicionar el cuerpo como un lugar de generación de conocimiento. Ante esto, el cuerpo puede ser visto como un locus de enunciación epistémica y política del que se pueden valer sujetos invisibilizados (Conteras, 2013). La práctica decolonizadora del cuerpo subvierte las relaciones de poder. Un lugar privilegiado para esta tarea se encuentra en la performance que permite construir conocimiento vivencial a partir de la experimentación en el mundo.
La performance salvaje: cuerpo en rebeldía
La performance, como acto de rebeldía, solo requiere de la voluntad puesta en el cuerpo, los sentidos y la imaginación sin límites. Es un modo de expresar en el espacio público aquello que se tiene por hacer o decir como un acto eminentemente político. Produce un efecto en términos de conocimiento con el cuerpo y corresponde a una forma concreta para desmontar las barreras estructurales impuestas, junto a una epistemología feminista que busca transformar la vida de las mujeres, puede denunciar el orden hegemónico dominante.
Existen muchos ejemplos, uno es el Colectivo “Las Tesis”, que produjo un eco de dispersión planetaria. También “Las yeguas del apocalipsis”, dupla compuesta por Pedro Lemebel y Francisco Casas que, durante la transición democrática chilena, interpeló y otorgó agencia política a cuerpos abyectos. Ambos se instalaron de manera salvaje en tanto fueron “prácticas que no se realizan para organizar y reproducir la dominación, sino que más bien se despliegan para cuestionarla, atacarla y desmontarla” (Tapia, 2008, p. 110).
Dado estas características, la performance resulta una manera provechosa para abordar la violencia feminicida en crímenes de alta connotación pública. Su uso, desde una ética política feminista, puede resultar en una estrategia de restitución y reconfiguración de los vínculos con aquellos cuerpos invisibilizados y rapiñados por la acción de la colonialidad y el capitalismo. El cuerpo de las mujeres, despolitizado, deshumanizado y racializado, encuentra en la performance un medio con potente para denunciar la violencia en el espacio público, sacándolo de la esfera de lo privado. Históricamente relegada a esa posición, por efecto del orden colonial y de la esfera de lo sexual, la performance pone el cuerpo de las mujeres en un lugar político y ético; lo indecible se hace visible.
La performance revitaliza la memoria de las convertidas en cosa tras la violencia feminicida por efecto de dueñidad del orden del capital. Los cuerpos de las mujeres víctimas de crímenes de alta connotación pública corresponden a pedagogías de crueldad donde el cuerpo se convierte en cosa. La performance ubica esos cuerpos de otra forma, no como cosa, sino en un lugar de enunciación política de visibilizar la violencia, no como algo íntimo, sino como un asunto político y cultural; con ello actúan como contra-pedagogías de la crueldad. Este último término refiere a “rescatar una sensibilidad y vincularidad que puedan oponerse a las presiones de la época y, sobre todo, que permitan visualizar caminos alternativos [respecto a la actual violencia contra las mujeres]” (Segato, 2018, p.15).
De esta manera, la performance permite revitalizar las memorias de la violencia de género. Por un lado, actúa como una acción salvaje que suspende el orden político desigual en el que se encuentran las mujeres; por otro lado, la performance se puede utilizar para sacar a las mujeres de la jerarquía de desigualdad, dotándolas de valor.
Reflexiones finales
En este ensayo se ha revisado la manera en que el cuerpo ha sido silenciado y negado como lugar para producir conocimiento. Esto se demostró a partir de un repaso a algunas de las características de la filosofía moderna, la que se rige por el dualismo cartesiano que concibe al cuerpo de una forma rígida que escinde mente y cuerpo. El cuerpo es relegado al lugar de resto y desprovisto de toda ontología. Este esquema de pensamiento se organiza a partir del logocentrismo occidental eurocéntrico para ordenar el mundo. Bajo la presunción de que el conocimiento produce categorías universales, debe ser neutral, desprovisto del contexto histórico en el que surge y, por ende, descorporalizado.
En términos locales, esto se ha agudizado en las últimas décadas a partir de cómo la institucionalidad que rige la academia y las universidades reproduce el conocimiento dentro de la lógica mercantilistas que refuerzan el canon global de investigación ferozmente individualista y eurocéntrico. Esto produce un control del discurso, reduciendo la circulación y la producción de conocimiento alternativo. De esta forma, se requiere de nuevas epistemologías y de nuevas metodologías que no pasen por la estructura institucional para así diversificar y enriquecer el conocimiento.
También se ha podido reconocer la posición que ocupa el cuerpo de la mujer como lugar donde ocurre la violencia. Este cuerpo ha sido una de las víctimas de la violencia colonial y capitalista, siendo despojada de la razón y recluida al ámbito despolitizado de la vida social. La violencia feminicida cosifica a las mujeres y convierte a sus cuerpos en espectáculo de este fenómeno operando como pedagogías de crueldad.
Como contrapartida a esta situación, en este ensayo se ha defendido la idea de que el cuerpo produce conocimientos que ponen “en jaque” este modelo y revitalizan el campo del saber. Esto implica un cambio epistemológico que no escinde al cuerpo de sus saberes encarnados, así como tampoco de los procesos históricos anidados en la relación de poder en que se insertan los cuerpos. La performance privilegia conocer desde el mundo situadamente. Mediante la activación del cuerpo como un lugar dotado de ontología y el cuerpo como herramienta ética, política, subversiva y salvaje se puede interpelar el lugar despolitizado en el que se ha ubicado a las mujeres. La performance, en esta dirección, transmite otro comportamiento que van en un sentido contrario a la dominación. Exhibe la potencia transformadora de la memoria cuando la decolonización se activa como un proceso interno primero y que luego se instala en el espacio público.
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