Slavoj Zizek
El día 3 de enero de 1889, en una plaza cubierta de nieve de la ciudad italiana de Turín, en las estribaciones de los Alpes italianos, un carretero fustigaba su caballo. De repente, un hombre se acercó a la pobre bestia y la abrazó, empapando con sus lágrimas la crinera del animal. El desmedido defensor del caballo era el filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche (Prusia, 1844). El patrón de la casa donde se alojaba lo encontró luego caído por el suelo en la plaza y lo llevó a su habitación, donde Nietzsche pasó la noche escribiendo una serie de cartas incoherentes. Una de ellas era para Jacob Burckhardt (Suiza, 1818), amigo suyo y también filósofo. Después de leer aquel texto sin sentido, Burckhardt convenció al músico Peter Gast, discípulo y también amigo de Nietzsche, para que viajase a Turín y lo hiciese volver a Basilea. El tiempo que faltaba para acabar el siglo, que fueron los últimos once años de su vida, Nietzsche lo pasó en un estado de locura incoherente; pasaba la mayor parte del tiempo agazapado por cualquier rincón y se bebía su propia orina. El año inmediatamente anterior al brote psicótico había sido el más productivo de su carrera. Después de aquel episodio, en cambio, ya no escribió ningún otro texto de filosofía. Deborah Hayden, en su libro Pox: Genius, Madness, and the Mystery of Syphilis (2003), comenta así aquel incidente:
"La súbita caída en picado de Nietzsche desde el pensamiento más avanzado de su tiempo a la más desesperada demencia se ha dicho a menudo que es como si hubiese sólo una separación muy sutil entre la locura y la sífilis terciaria, como si aquel 3 de enero, un numeroso ejército de espiroquetas se hubiese despertado de repente después de décadas de dormir profundamente y hubiese atacado su cerebro, en lugar de la realidad biológica que la paresia es un proceso gradual presagiado durante muchos años."
La observación de Hayden para probar que Nietzsche sufrió de sífilis durante toda su vida adulta es tan fuerte como lo pueda ser una historia médica póstuma. Nietzsche fue diagnosticado en una época en la que los médicos estaban muy familiarizados con esta enfermedad. Hay pruebas pormenorizadas que indican que el filósofo pasó por cada una de las tres etapas de la sífilis: el chancro de la sífilis primaria, inmediatamente después de la infección; la terrible aparición de un exantema generalizado, fiebre y dolor de la sífilis secundaria, que se desarrolla meses o años más tarde; y la temida tercera fase: la paresia. La palabra paresia, como la misma de sífilis, hace referencia a un síndrome. Sus síntomas son: trastornos de la personalidad, alteraciones afectivas, hiperactividad refleja, trastornos oculares, deterioro intelectual y dificultad en la articulación de las palabras. Suele comenzar con un episodio delirante súbito, pero en los meses y los años siguientes la demencia alterna con períodos de completa normalidad que pueden hacer pensar que la enfermedad ha sido superada.
A mediados del siglo XX, después de la introducción de la penicilina, en los Estados Unidos se creía que la sífilis podría erradicarse fácilmente. La eficacia del tratamiento precoz con penicilina, la mejora de las condiciones higiénicas, el uso de preservativos y un cambio en la actitud de las personas afectadas, que buscan ayuda médica para las enfermedades de transmisión sexual, conspiran para reforzar el mito tan extendido de que la sífilis ha desaparecido. Sin embargo, no es así. Las espiroquetas¹ que la causan continúan entre nosotros y mucha gente sufre la enfermedad, pero con nombres diferentes.
Enfermedad, inspiración y creatividad
Las cartas que Nietzsche escribió desde 1867 hasta la crisis de 1889 proporcionan una descripción pormenorizada del sufrimiento que causa la sífilis secundaria. El filósofo se queja de dolor, llagas, debilidad y pérdida de visión, que son síntomas típicos de la enfermedad. En las cartas que escribió en los últimos años de su vida la euforia es evidente. Sus obras publicadas muestran la grandeza y la inspiración que la sífilis terciaria estimula a veces en las mentes creativas, brillantes y disciplinadas al eliminarles la inhibición a medida que se van destruyendo los tejidos cerebrales. En su obra Así habló Zarathustra (1884), Nietzsche escribió: «La tierra, dice Él, tiene una piel, y esta piel está enferma. Una de las enfermedades que sufre se llama hombre.» ¡Qué visión más terrible debía tener del horror devastador de la enfermedad!
Fuentes diversas indican que Nietzsche fue tratado de sífilis en 1867, a los 23 años. El Dr. Otto Eiser, a quien acudió buscando remedio para una inflamación ocular –síntoma frecuente de la sífilis–, además de describir las lesiones que Nietzsche tenía en el pene, anotó en la historia médica que el paciente había mantenido relaciones sexuales varias veces… ¡por prescripción facultativa! Años después, cuando en 1889 Nietzsche cayó abatido y lo llevaron a la clínica de un experto en paresia, en su historial hicieron constar: «infectado de sífilis en 1866».
En 1888 la productividad de Nietzsche fue extraordinaria en todos los aspectos. Completó su proyecto filosófico: El atardecer de los dioses, El anticristo, Ecce homo y El caso de Wagner. El estilo de estas obras es apocalíptico, profético, incendiario y megalómano. Muchos estudiosos de Nietzsche aseguran que la paresia incipiente fue la causa de los excesos de estas últimas obras. Ahora, con más de cinco siglos de estudios de la enfermedad y transcurrido más de un siglo desde el declive de Nietzsche, nuestra investigación indica que el filósofo cayó de manera tan rápida en la locura porque ejércitos de espiroquetas despertaron súbitamente después de décadas de un sueño profundo y comenzaron a devorar, literalmente, su cerebro.
Revista Stultifera Navis ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Celebraremos este año el tricentésimo aniversario del nacimiento de Immanuel Kant. Preparémonos, pues, para leer una y otra vez sobre su meticulosa puntualidad. Y para que nos la ilustren con aquella anécdota de cómo sus convecinos ponían en hora los relojes según el momento en que pasara, durante su paseo diario, ante sus domicilios. Preparémonos también para que se nos reitere que jamás salió de su ciudad natal, Königsberg. Y para que tal vez de paso se nos aconseje tal actitud por la reducida huella de carbono que acarrea. Preparémonos quizá incluso para que nos cuenten que, sin viaje aéreo contaminante alguno, el viejo Immanuel fue capaz de charlar con el alcalde de Londres sobre el callejero de tal capital: buena prueba de lo mucho que nos ayuda el estudio a resultar más ecológicos.
Con todo y con eso, acaso nos interese a algunos profundizar algo más en su figura. ¿Qué tiene que ver Kant con nosotros? Sí, sin duda se trata de un clásico; sí, sin duda se estudia en la asignatura de Filosofía del bachillerato (o, al menos, lo hacía antes de que los pedagogos arrasaran con su idea de que lo importante son las competencias, no los contenidos). Pero mi experiencia, durante años de profesor de Ética, es que los universitarios a los que preguntaba al inicio de las clases sobre Kant apenas podían si acaso farfullar al respecto algunas expresiones arcanas: «imperativo categórico», «ética heterónoma», «el deber por el deber»… Si les preguntaba lo que acabo de apuntar, qué tenía que ver Kant con nosotros, ¡con ellos!, el silencio era rotundo.
Y, sin embargo, en verdad tiene mucho que ver con nuestras vicisitudes actuales este viejo profesor, sí. Pues un hombre como él —cristiano de cabo a rabo; perteneciente incluso a un sector protestante, el pietismo, que da especial peso a la devoción personal y a la sentimentalidad religiosa; lo que hoy se denominaría un capillitas, vaya— explica bien el momento, tan distinto a su personalidad, en que hoy nos vemos.
En primer lugar, Kant fue uno de los principales promotores de la idea de que, por mucho que miremos el mundo, no vamos a encontrar ahí nada que nos recuerde a Dios. De hecho, ni siquiera conocemos el mundo tal y como es en su esencia: nos tenemos que limitar a saber cómo se nos aparece. Es tentador trazar aquí sus diferencias con otro filósofo al que también recordaremos este 2024: santo Tomás de Aquino, de quien se cumplen ahora los 750 años desde que pasara a mejor vida.
Así, mientras Tomás pensaba que solo conocemos una cosa de veras cuando captamos su ser más íntimo, su esencia, Kant en cambio nos sugería conformarnos con conocer su forma, su ubicación, su cantidad, su relación con otras cosas… En suma, sus aspectos más perceptibles. Y, claro, en tanto que Dios ya no es un señor que salga a pasear por entre nosotros aprovechando el fresco de la tarde —aunque el Génesis (3:8) nos relate que sí lo fue antaño—, poco de su forma, ubicación o cantidad divinas podremos conocer los humanos. Mejor ocupar nuestras dotes cognoscitivas en algo más fructífero. Como la ciencia natural a la que Newton había imprimido un vigoroso impulso el siglo anterior.
Esta convicción kantiana de que la ciencia es nuestra única vía hacia el saber, y que en esa vía ninguna parada (y menos aún su estación término) se llama Dios, ha resultado tan exitosa, que muchos de quienes, fervientes, hoy la comparten no acertarían a ubicar Königsberg en un mapa ni a nuestro filósofo en su siglo XVIII (pese a que espacio y tiempo fueran intuiciones clave para él). Parafraseando a Keynes, digamos que muchos de los que hoy creen tener ideas «de sentido común» en realidad solo sostienen tesis de filósofos ya muertos hace tiempo. O nacidos hace 300 años, como Kant.
Y, aun así, lo que son las cosas, parece que la ciencia más reciente, que Kant ni siquiera pudo imaginar (la física cuántica o la teoría de la relatividad chocan de lleno con mucho de lo que él escribió), está socavando poco a poco ese legado kantiano. Esa es al menos la tesis de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies en un libro que ha arrasado en Francia y, recién publicado en español, ya empieza a hacerlo entre nosotros: Dios — La ciencia — Las pruebas. «A principios del siglo XX, creer en un Dios creador parecía oponerse a la ciencia. ¿No será hoy todo lo contrario?», se interroga su contracubierta. Pues (tal es la tesis de estos autores) hoy la ciencia (como antes de Kant; de hecho, el mismo Newton así lo pensaba) vuelve a dar sugerentes argumentos a favor de que haya por ahí un Dios.
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"En griego, an-arjia designa literalmente la ausencia de principio (arjé), es decir de mando. Que no haya mando también significa que no hay comienzo. La arjé determina un orden temporal al privilegiar lo que aparece en primer lugar, tanto en el orden del poder como en el de la cronología. Anarquía quiere decir entonces sin jerarquía ni origen. La anarquía pone en tela de juicio la dependencia y la derivación.
Durante siglos, “anarquía” no significó otra cosa que desorden y caos. Aristóteles la definió como la situación de un ejército sin estratega. Un ejército que de improviso se dispersa y no sabe ya de dónde viene ni a dónde va. Los soldados miran atrás y no ven ya a su general ni perciben otra cosa que el vacío.
A mediados del siglo XIX los anarquistas invirtieron esas significaciones negativas y afirmaron que “la anarquía es el orden sin el poder”.[1] Los soldados sin jefes deben aprender a organizarse solos. Un orden sin mando ni comienzo no es necesariamente un desorden y ni siquiera lo es en modo alguno, sino un ordenamiento diferente, una composición sin dominación. Que solo procede de sí misma y nada espera como no sea de sí misma. Un orden de las cosas sin órdenes impartidas.
La complicidad entre clítoris y anarquía obedece en primer lugar a su destino común de pasajeros clandestinos, a su existencia secreta, oculta, desconocida. También al clítoris se lo consideró durante mucho tiempo como un alborotador, un órgano de más, inútil, que desafiaba el orden anatómico, político y social con su independencia libertaria y su dinámica de placer apartada de todo principio y toda meta. Al clítoris no se lo gobierna. A pesar de todas las tentativas de encontrarle amos –autoridad patriarcal, dictado psicoanalítico, imperativos morales, peso de las costumbres, carga de la ancestralidad–, resiste. Resiste la dominación por el hecho mismo de su indiferencia al poder y a la potencia.
La potencia no es nada sin su efectuación, su ejercicio, como lo testimonia la aplicación de una ley, un edicto, una orden e incluso un consejo. La potencia está siempre a la espera de su actualización. Actos, principios, leyes, decretos dependen a su vez de la docilidad y la buena voluntad de sus ejecutantes. Acto y potencia tejen la tela inextricable de la subordinación. El clítoris, justamente, no es ni en potencia ni en acto. No es una virtualidad inmadura a la espera de la actualización vaginal. Tampoco se pliega al modelo de la erección y la detumescencia. El clítoris interrumpe la lógica del mando y la obediencia. No dirige. Y por eso perturba.
La emancipación necesita encontrar el punto de inflexión en el que el poder y la dominación se subviertan a sí mismos. La noción de autosubversión es uno de los conceptos determinantes del pensamiento anarquista. La dominación no puede deshacerse solo desde afuera. Tiene su línea de fractura interna, preludio a su ruina posible. Toda instancia que se muestre indiferente al par del acto y la potencia exaspera a los sistemas de dominación y revela al mismo tiempo sus fisuras íntimas. El clítoris se introduce en la intimidad de la potencia –normativa, ideológica– para revelar la falla que la amenaza sin cesar.
Clítoris, anarquía y femenino, que a mi entender están indisolublemente ligados, constituyen un frente de resistencia consciente a las derivas autoritarias de la resistencia misma. La derrota de la dominación es uno de los más grandes desafíos de nuestro tiempo. El feminismo es sin duda una de las figuras más vivas de ese desafío, punta de lanza muy expuesta justamente porque carece de arjé.
Pero sin principio no quiere decir sin memoria. Por eso me parece vital no amputar al feminismo de lo femenino. Lo femenino es ante todo un recordatorio, recordatorio de las violencias ejercidas sobre las mujeres, ayer y hoy, de las mutilaciones, violaciones, acosos, feminicidios. De esa memoria, el clítoris es a no dudar, y en muchos aspectos, el depositario, símbolo y encarnación a la vez de lo que la autonomía del placer de las mujeres representa de insoportable. Al mismo tiempo, como ya he dicho, lo femenino trasciende a la mujer, la desnaturaliza para proyectar, más allá de las vilezas de los abusadores, grandes o pequeños, el espacio político de una indiferencia a la sujeción.
Lo femenino une esa memoria a este porvenir.
Fuente: Malabou, Catherine (2020). El placer borrado. Clítoris y pensamiento. Ediciones La Cebra. Buenos Aires, 2021
[1] Pierre-Joseph Proudhon, Les Confessions d’un révolutionnaire, pour servir à l’histoire de la révolution de février, París: Hachette livre/BNF, 2012 [trad. esp.: Las confesiones de un revolucionario, paraservir a la historia de la Revolución de febrero de 1848, trad. de D. A. S., Buenos Aires: Americalee, 1947].
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